Avianca y El Engaño del Customer Experience (CX)

Primero, retratemos lo que es un mal CX, algo que es medio común porque nos lo cruzamos casi todos los días por donde vamos. Y luego (en la siguiente entrega) remataremos con uno muy bueno, por aquello de que el optimismo debe ser el fin de todo en la vida. Hablando del primero, lo que hay que anotar en MAYÚSCULA, negrilla y subrayado, es que el gran peligro de un mal CX es que los clientes se lo pueden tomar muy mal; muy mal es MUY MAL. Sobretodo porque muchas veces se asocia con irrespeto. Y cuando uno se siente irrespetado, pues… las relaciones se resquebrajan y difícilmente se pueden reconstruir al nivel original. Pero hagamos la claridad: no siempre es el caso. De hecho, hay estudios que demuestran que un cliente enojado podría revertir su mala actitud completamente si la empresa le demuestra toda su importancia y resarce la situación con creces. Pero, a pesar de que se debe evitar llegar al nivel del irrespeto percibido, no es raro que las compañías lleguen a él, usualmente sin darse cuenta, y produciendo un efecto fatal cuando se hace sistemáticamente. Y ojo con esa palabra: sistemáticamente. Porque si el irrespeto ocurre una vez, e inmediatamente se piden disculpas y se busca resarcir la situación, pues hay vida después de la muerte; pero si el irrespeto es constante, olvídate de todo. 

Pero como mencionamos, el verdadero peligro oculto en todo esto es que a los ejecutivos se les dificulta darse cuenta que muchos clientes (o todos, o la mayoría) perciben un accionar específico como un irrespeto, en buena medida porque viven con las cabezas enterradas en el día a día de sus organizaciones como avestruces en pánico… en vez de tenerlas allá afuera, frente a las bocas de sus clientes.

El Peligro de las Realidades Alternas

Hace poco me pasó algo así con una empresa a la cual le he venido insistiendo desde hace varios estudios de mercados que tienen un problema importante con el servicio al cliente. No siempre es tan evidente en las gráficas de los informes, pero cuando se hacen cruces y algunos análisis, brilla por sí sólo. Así que llevo algunos años insistiéndoles que el tema debería ser atendido con mayor urgencia si no quieren seguir aumentando el churn. Porque eso fue lo que hice: demostrar con una matriz de regresión lineal múltiple la influencia matemática del servicio al cliente en la recompra, con lo cual quedaba científicamente clara su relevancia. Todos asintieron durante la presentación, como acusando el mensaje. 

Así… continuamos viendo diapositivas, muchas más preguntas, temas, variables… y al terminar la reunión procedieron a hacer sus propias reflexiones estratégicas y a dictar algunas directrices. De ellas me quedó clarísimo que se enfocarían en los temas A, B, C, D… ninguno de los cuales tenía que ver con el servicio al cliente. Por lo que levanté la manito en el Microsoft Teams e intervine para recordarlo, porque no podía creer que siguieran sin darle la importancia que se merecía. Inmediatamente me respondieron que ‘sí claro, que tenía razón’. Y entonces lo mencionaron como una de las tareas que debían incluir. 

A los 5 o 6 meses volví a reunirme con ellos. ¿Y adivina qué? Los avances en servicio al cliente eran muy pobres.

¿Por qué demonios?

Créanme que esta empresa de la que les hablo no es una de esas incompetentes llenas de burocracia y gerentes de medio pelo. Es una empresa reconocida, de gentes interesantes que se esfuerzan y ha estudiado de este lado del charco y del otro. Pero no es nada raro. Esto que me pasó con esta empresa es supremamente común. En muchísimas. Más de lo que uno podría imaginarse. 

Pero, ¿por qué ocurre? Podría uno pensar que es que tienen otras prioridades, y que el servicio al cliente definitivamente no es tan urgente porque se percibe un tanto light cuando se compara con otros frentes, o pierde relevancia cuando se evalúa contra el pipeline estratégico, o cuando se compara con todos los conatos de incendio que deben tener allá adentro. Podría parecer válido dejarlo en segundo plano porque uno muchas veces no sabe lo que se cocina de puertas para adentro. Pero la cosa es que cuando uno ve la influencia matemática que el servicio tiene en el churn, no debería haber vuelta de hoja porque la matemática es exacta. ¡Así que debía ser una prioridad si no quieren perder dinero! ¡Es un hecho científico!

No es mentira que uno de los problemas más grandes que hay en CX es justamente que los gerentes tienen percepciones opuestas o distintas a las de los clientes. Este es probablemente una de las fuentes más comunes del mal CX. Y es que es MUY frecuente escucharlos afirmar cosas en contravía de lo que uno lee del mercado. Es más común de lo que se piensa, y más espinoso de lo que parece, porque no es que tenga mucho que ver con falta de inteligencia o visión, sino con una ausencia de adopción del método científico: priorizan su olfato, su sentido común, su lectura instintiva, sobre la observación metódica. Pero resulta ser espinoso porque justamente esas conclusiones arbitrarias no se producen con cosas medibles o ampliamente desplegadas, como el tamaño del mercado, los estratos más afines a la marca o los gustos de los millennials. No, con esas no porque ese tipo de ‘hechos’ son muy estudiados y cuantificados con facilidad. En cambio, ocurre más con temas actitudinales y perceptuales y que, por caer en ese campo de grises, la gente tiene la tendencia a meterlos dentro de su propia licuadora de reflexiones y, al término de ello, le rotula unas conclusiones a menudo extremistas: verdades absolutas o mentiras inconcusas. Más tarde, cualquier otro día, aunque escuchen y vean que la verdad del mercado es distinta, terminan amañándola para que se parezca lo más posible a lo que ya venían pensando, o la desestiman del todo con el tiempo, porque les cuesta un hígado entero desaprenderse de lo que su propia reflexión les dictó originalmente, y que pareciera les hubiera marcado con un fierro ardiente. Esto se explica bien en el libro de Daniel Kahneman, “Pensar rápido, pensar despacio”… que, por cierto, vale la pena que lo analicemos con mayor profundidad en próximos escritos. Y vale la pena porque nos pasa a todos, aunque estés pensando que a ti no. Es tal vez uno de los más agudos problemas que afecta a la investigación científica de consumidores, clientes y mercados.

Tomemos el caso de Avianca y su frasecita del demonio.

Este mes la vicepresidenta de Colombia y Vicky Dávila pusieron el dedo en una llaga ya fétida. La primera habló de irrespeto. Y ya sabemos lo que el sentimiento de irrespeto produce en los humanos. Y es que miles hemos padecido la falta de respeto en que se ha convertido desde hace un buen tiempo el servicio al cliente telefónico de Avianca, comenzando porque cuando llamas, casi lo primero que te dicen (en la propia cara) es que sus tiempos de espera son largos. ¿Largos? ¿En serio? Se siente uno llamando a una de las soberbias empresas del estado, o a un monopolio fascista, y no a una compañía que tiene los pies sobre la tierra y quiere competir de tú a tú para recuperar el mercado perdido. (Porque es muchísimo lo que ha perdido en los últimos dos o tres años).

Volví a llamar hace pocos días y parece que ya eliminaron la frasecita del demonio, pero les puedo decir que duró activa mucho tiempo; no podría asegurar cuánto pero creo que desde el inicio de la pandemia en 2020. (¿Alguien tiene el dato?)

Antes de seguir despotricando, debo aclarar que he sido fan de Avianca durante toda mi vida; llevo usando y, de hecho, prefiriendo esta aerolínea por casi treinta años, incluso sobre otras que me ofrecen mejores promociones y precios. A decir verdad, ¡muchas veces dije, con absoluta convicción, que era la mejor aerolínea del mundo! Pero… (y aquí sigo con la despotricada) lo del servicio al cliente es verdaderamente vergonzoso. Ya es normal con el Avianca de hoy que las esperas duren más de una hora, que te cuelguen… con lo que terminas sintiéndote jugado, maltratado. Irrespetado, es la palabra. Y como el famoso mensajito de “nuestros tiempos de espera son largos” duró tanto tiempo al aire (fue sistemático), es inevitable sentir las ganas de mandarlos pal’ carajo… y para siempre. 

No conozco al gerente de Avianca o a los vicepresidentes, pero sí tengo información de que la optimización del servicio al cliente no se ve como una prioridad. No sé si los hechos mediáticos de enero cambiaron las cosas, pero hasta donde sé la gerencia asume que los tiempos de espera son en realidad de quince minutos en promedio, y que eso no está mal. Esto nos lleva entonces a dos puntos sustanciales:

  1. Me huelo (esto es pura especulación, pero apostaría medio hígado que tengo al menos media razón) que los quince minutos de los que habla la gerencia son relativos a todas las llamadas que se hacen al call center. Porque es que es muy distinto llamar para comprar un tiquete (te atienden con velocidad) o para saber el estado de un vuelo… y otra cosa muy distinta es llamar a hacer cambios o a que te ayuden a resolver un problema. Porque si hablamos de estos últimos, objetivamente creo que el tiempo promedio puede ser de más de 50 minutos.

De todos modos, me queda el sabor a pecueca de que se piense que atender al cliente en 15 minutos es aceptable. 

  1. Lo peor de todo es que la destrucción de marca que está ocurriendo con Avianca es un suicidio empresarial. Por muchas cosas, pero en buena medida por culpa del servicio telefónico. ¡Sí! ¡Por el servicio al cliente señores (y señoras)! Aunque parezca que tienen situaciones más complejas, el servicio al cliente, la experiencia que le dejan al cliente, ya huele a rancio. Porque es que ya uno sabe que Avianca funciona bien si no tiene que hacer cambios o si no tiene problema alguno, pero si los tiene, puede darse por muerto.

Y ese irrespeto sistemático que ya ha venido sintiendo el cliente por muchísimos meses se nota en la pérdida de participación de mercado, la cual va en picada supersónica. El tema se ha apostemado.

Por el bien del empresariado, de Colombia, de todos los trabajadores, ojalá se den cuenta de la influencia del servicio al cliente en la experiencia global del cliente; en el churn; en sus ventas; en su futuro. Y ojalá recurran al método científico para desbancar hipótesis que, evidentemente, están mal elaboradas. Para eso es la ciencia.

EXPERIENCIA REAL CX

No me aguanté y caí en la tentación de contar una historia de CX. Porque para bien o para mal, sí que nos transforman. De hecho, no hay nada más influyente en la sociedad que el CX; es lo que vive el cliente, y lo que le marca, para mucho o para poco. Para bien o para mal. 

Entonces, me lancé a representarlo. No sé si guste o no, pero algo de creatividad seguro que no hace daño. Aquí va:

Nuestros tiempos de espera son largos.

Al salir de su celular, y por segunda ocasión en el día, aquel panegírico a la superioridad retumbó en la cabeza de Viviana como baqueta en coco seco. A pesar de que más vascuencias seguían derramándose por el aparato, su mente, que languidecía dentro de aquel fruto caribe, la hizo viajar al pasado.

Aquel lunes de octubre, en medio de un aguacero de esos que tapan las orejas, Viviana se sintió muy mal.

⎯Profesora, me estoy sintiendo muy maluca. ¿Puedo ir al baño por favor? ⎯le solicitó Viviana estrujando la expresión.

La profesora, que en su vida careció de estímulos fogosos, la miró como tragando un limón biche con vinagre, y le leyó su sentencia.

⎯¡Claro! ¡Salga y aquí no entra más!

Ese día, aguardando en su pupitre descascarado de metal y madera, Viviana entendió que a veces las órdenes son para incumplirlas, porque le fue imposible contener la vomitada por más de dos minutos. Tras el evento, una cuarta parte del salón de clases yacía bajo trozos de piña y pollo de una pizza de media mañana, acompañada de bilis rancia como salsa obligada. Viviana, que usualmente habría buscado así sea un caracol donde ocultarse, esta vez ni pensó en ello. De verdad que estaba enferma, por lo que el recato de las apariencias podría esperar a cualquier otro momento.

Blanquita, la niña que tenía detrás, y con la cual se hablaba de vez en cuando y mantenía una relación cordial, se abalanzó sobre ella y, sin dignarse a pedirle permiso a la profesora, casi se la echó al hombro para asistirla y llevarla hasta el baño. 

Berta, una niña de cara redonda y gafas de planeta, y que sí era una gran amiga de Viviana casi desde el momento que nacieron, también corrió a socorrerla, pero llegó después de Blanquita. Decidió no estorbar, de manera que se quedó en el salón mientras el auxilio en el baño era perpetrado por la salvadora de improviso.

Después de ese evento Viviana no pudo más que tener gratitud con Blanquita. Se hicieron grandes amigas, al punto que en una semana cualquiera, ambas hacían juntas casi todas las actividades escolares y extracurriculares, y los fines de semana paseaban por el parque y por los centros comerciales. Berta, por su parte, comprendió que su amiga del alma la había cambiado. No en malos términos. Viviana le seguía dirigiendo la palabra, le seguía preguntando cosas, y en ocasiones compartían agua del termo o galletas de la cafetería, pero Berta advirtió que ya no era lo mismo. Aunque ligeramente, la cosa como que había cambiado. Sin embargo, a pesar de que Viviana y Blanquita se enrocaban casi obsesivamente en actividades mutuas, Berta jamás le reclamó. No la ignoró amén de los llamados lacónicos que en ocasiones le hacía, y tampoco le contestó con palabras resentidas o malolientes. Simplemente, entendió. Y así… pasaron muchas semanas…

Un día, a Viviana le hicieron falta quince mil pesos para terminar de pagar una deuda en la cafetería del colegio, pero ya la plata de la semana se le había acabado y también el plazo para saldar la deuda. En ese momento, junto a ella estaba Blanquita, como ‘cosa rara’. Así que se los pidió prestados. Blanquita, como siempre, con la mayor bondad, fue hasta su cartera y se los tendió en la mano. No podía caber dudas de que era la mejor amiga que podía haber encontrado.

A los dos días, temprano en la mañana, Blanquita le preguntó por el dinero antes de entrar al salón para la primera clase del día. Era viernes, y Viviana le dijo que todavía no lo tenía, y que, como le había dicho, el lunes podría pagarle. Blanquita se puso rojita como una manzana a punto de podrirse y, en un hecho impensado, le vomitó en la cara una marejada de insultos cortantes y pestilentes. 

⎯¿Por qué me haces eso? ⎯le preguntó Viviana en estupor. 

No recibió respuesta, así que se dirigió a una esquina a llorar y sollozar solitaria. 

Después de mucho llorar, con los ojos empañados reparó para comprobar si alguna amiga se acercaba a consolarle, como era costumbre en el colegio. Pero no. Ni siquiera Berta quien, a la distancia, parecía concentrada escribiendo en su cuaderno de muñecas japonesas.

A los pocos minutos, después de haber incubado una buena porción de mocos tibios y saliva espesa, le tocaron el hombro a Viviana. Lo mínimo que podía hacer Blanquita era disculparse. Pero cuando volteó, lo que vio fue a su amiga de gafas portentosas. Berta la miró con esos ojos cargados de amor que parecen más un hombro acolchonado, así que se le abalanzó para darle uno de esos abrazos calienticos que reconfortan hasta la última célula madre de la espina dorsal. Y fue ahí, en ese instante, mientras la profesora de la primera clase les agobiaba cáustica para que ingresaran inmediatamente al salón, que una característica innegociable de la verdadera amistad le aplastó la cara a Viviana como un pastel de chantilly: incondicionalidad. Y comprendió que hay muchas dificultades en la vida que pondrán a prueba esa incondicionalidad una y otra vez, en parte porque somos un amasijo de emociones al garete, pero también porque nuestra racionalidad exige a veces más de lo que estamos dispuestos o somos capaces de dar. Y que, aún así, y a pesar de esas dificultades, la vida siempre se termina encargando de mostrarte el florado camino de quienes valen la pena confiarles la tuya.

Pero después de varios días y, mientras Viviana se mecía en un columpio, por fin Blanquita llegó a pedirle disculpas. Viviana balanceó los pies al contrario del vaivén para detenerse a escucharle. Lo hizo con dedicada atención. Blanquita le dijo que la perdonara, que sabía que así no se tratan a las amigas. Que sabía que la había hecho sentir muy mal. Y remató con que no lo volvería a hacer. Después de que Viviana le agradeciera su disculpa, Blanquita le agarró la mano por un par de segundos, giró y se fue. En ese momento Viviana sintió algo que no le encajaba. Algo percibió como poco genuino en su amiga Blanquita. No sabía qué era, qué podría haber sido. Tal vez algo en su expresión, acaso algo en su tono de voz, algo en sus dedos mientras la tomó de la mano. Cualquier cosa. Pero en todo caso, ya el daño estaba hecho. Ya nada volvería a ser igual.

Luego de cuarenta y tres minutos de espera quedó bastante claro que los tiempos de espera son verdaderamente largos. Pero un aleluya le recorrió a Viviana por el cuerpo como un corrientazo de dicha cuando la teleoperadora, con formal amabilidad le preguntó cómo la podía ayudar. Sin perder tiempo procedió a explicarle lo que pretendía y con diligencia le entregó toda la información que le pedía para solucionar su pedido.

⎯Deme un momento ya vuelvo, por favor ⎯respondió la del otro lado del teléfono.

En un acto de cansancio, o de protesta, mejor, Viviana resopló sin contestar. Con la oreja palpitante y adherida al auricular, escuchó cómo la grabación de espera se iniciaba para reactivar el caudal vomitón de vascuencias que ya se había derramado por todo el teléfono desde el comienzo de la llamada.

Hasta que, de pronto, se hizo el mutismo en el mundo entero. Todo se detuvo, como cuando el peor pálpito se revela ante nosotros y todo se suspende por tres segundos: la vida, los que te rodean, el corazón mismo. Con el espanto con el que se rechaza la confirmación de una noticia de la cual se intuye su desenlace, despegó el celular de la oreja y miró la pantalla. El fantasma que acecha a todo cliente agónico se le abalanzó encima dejándola muda a ella también. Sí, la llamada se había cerrado. O la cerraron, pensó de inmediato.

Petrificada, sin saber si salir corriendo o reventar el celular contra la escultura narizona que tenía en la sala y que ya empezaba a verle mocos, decidió que llamaría por tercera vez mientras se amparaba tras un hilo de cordura. Marcó y sonó. Hasta que le contestaron. Sería la última vez que lo intentaría, juró.

Gracias por llamar a Avianca. Nuestros tiempos de espera son largos ⎯se derramó por el auricular.

Primero pensó en Berta, sintiendo por dentro un suspiro rico como de aguas mansas en pleno rescate. Ahora le llamaría para contarle el suplicio de contactar el servicio al cliente de esta empresa en picada, pensó volando. Y a continuación, sin evitarlo, se acordó de Blanquita. Se acordó que, aunque siguieron siendo amigas, nunca más compartieron agua del termo y tampoco fueron al parque, y que no sabe de ella hace muchos años. Y se acordó muy bien que unas semanas después de que se pusiera rojita como una manzana ad-portas de la pudrición, la vio paseándose entre manos con el noviecito que hasta hacía pocos días había tenido Viviana. Y le reptó hasta el tálamo el olor nauseabundo de bilis con piña y pollo durante aquel día lluvioso de octubre en el colegio. Y miró el celular, confundida, porque aunque pensaba que la hediondez provenía de su memoria, ahora sentía inequívocamente, que se derramaba del propio auricular en forma de palabras podridas, como un volcán balístico de flujos coproclásticos. Cerró la llamada y miró al techo desnudo. Ya nada volverá a ser igual, pensó.