LA CULTURA QUE DEFINE LO QUE SOMOS, LO QUE DECIDIMOS COMPRAR Y HASTA LO QUE DECIDE EL ESTADO.

Esta semana, detenido en un semáforo en rojo junto a más carros y una moto, un mimo hacía su show para ganarse cualquier moneda. Otra obra de teatro callejero más, que es en lo que se han convertido los semáforos en muchos países de Latinoamérica. Cuando el mimo terminó su número cargando una máscara inédita y unos bien ensayados movimientos de robot, el primero que le dio unas monedas fue el de la moto, el cual era un mensajero acompañado de su caja de domicilios sobre la parrilla. Luego de dársela, me percaté que se persignó, asumo que, agradeciendo a Dios, a la virgen, o al cielo por haber podido ayudar a alguien y, posiblemente, pasando también la facturita tácita para, como dice la religión, “que se me devuelva el bien hecho al prójimo”. El mimo siguió caminando para recoger más monedas por entre la maraña de carros caros y baratos, y oh sorpresa la que se llevó: ningún carro le dio algo más. Cero. El que en el papel era el menos solvente fue el único que le hizo el milagrito.

Me puse a pensar en lo curioso que había sido aquello.
• ¿Por qué sólo el menos solvente (en el papel) fue el que le dio algo de dinero?
• ¿Cómo podrían influir sus creencias religiosas en ello?
• ¿Cómo lo ocurrido en ese semáforo es un reflejo de nuestra sociedad?
• ¿Cómo esa radiografía afecta nuestras vidas y las mismas decisiones frente a los consumidores… que al fin y al cabo es esa misma sociedad?

Y me acordé de la pandemia, de cuando ésta comenzó y la alcaldesa de Bogotá puso el grito en el cielo, indignada porque ¿Cómo se concebía dejar andar la economía si eso contribuía a que la gente muriera? Repitió hasta el cansancio que la vida vale más que la plata y que, si parando la economía se salvaba, aunque fuera una vida, valdría la pena. Un enfoque humanista del problema, tal vez católico, y difícil de controvertir en Colombia, un país en donde te encaraman las cejas a la cabeza si dices que eres ateo (en el mejor de los casos). Y me acordé de lo que escribí en ese momento, mayo de 2020, cuando comentaba acerca de nuestro perfil cultural y antropológico, el cual contribuía a que hayamos tomado la decisión humanista veteada de religión, de cerrar la economía por muchos meses:

De acuerdo con múltiples estudios antropológicos, históricos y lingüísticos que hemos llevado a cabo en los últimos dieciocho años, puedo afirmar que lo que vemos (y que todos ya sabemos) es a una persona trabajadora, fuerte, con inventiva, echada pa’delante, verraca, que le trata de poner siempre buena cara a la vida, humilde y muy apegada a Dios. Pero también vemos una persona muy desconfiada, que los porrazos de la vida le han enseñado que de eso tan bueno no dan tanto, que sabe que las cosas malas pueden pasar, y muy rapidito, sin verlo venir, y que, por tanto, más vale ser precavido. Una persona que le ha tocado enfrentar situaciones duras, sufridas, y que sabe que, si las supera, después se ríe de ellas; aunque en el fondo, siempre le quedará el callo y las heridas ahí pegadas, como una memoria de los infortunios que trae la vida, memorias que terminan sacándole lágrimas cuando está solo, o violencia cuando no aguanta más. Como todavía dicen muchos por ahí: “a la vida se viene a sufrir”. Y es una afirmación que decían nuestras abuelas, pero que todavía está en el imaginario cultural, más disuelta, con otros tonos y otros trazos, pero todavía nos recorre vivita y coleando.

Es evidente que somos buenos en el sufrir. En prepararnos para lo malo. En esperar lo peor. En no creer en nada ni en nadie. Y hay muchos ejemplos que explican que así ha sido. Los políticos engañan a diestra y siniestra, sin el más mínimo remordimiento; una burla descarada y opresora. Las FARC disque firman la paz, pero la mitad de ellos se escurren por los laditos para seguir echando bala. Otra burla. El ELN protagoniza otras desvergonzadas: mata policías, pone bombas … y así, vivimos oprimidos de tanta mentira a cara pelada, con las orejas resbaladas y la cola entre las piernas como el perro sometido.

Y entonces lo del coronavirus fue otra pruebita más, de esas que nos gustan, que desafían nuestra capacidad de aguante, de torear la fatalidad. De esas en las que nos movemos muy bien y sacan lo mejor de nosotros, porque la vida nos ha entrenado para eso. Entonces en esa época a todos les mandábamos fuerzas, ayudábamos al prójimo con lo que podíamos, y los noticieros, los actores, las empresas y, por supuesto los blogueros, repetían sin descanso la importancia de lavarse las manos, de mantener la distancia, y de quedarnos en casa. Nos acercamos a personas con las cuáles no hablábamos, hacíamos video llamadas más a menudo con nuestras familias, estábamos pendientes de los amigos, de los compañeros del trabajo… todo un hermoso panorama en el que el amor de Dios se esparcía por internet (del que nadie se despegaba) para llenarnos de su misericordia. Estábamos en nuestra salsa.

A pesar de que hubiese ochenta casos del virus en el país al momento de escribir esto (mayo de 2020), lo cual significaba que la probabilidad de que en ese punto te contagiaras era de 1 en 625,000 (la probabilidad de que te maten violentamente en Colombia es de 1 en 4,130), decidimos oportuno confinarnos por completo; cerramos desde los restaurantes hasta las piernas, y le pedimos a nuestras familias que recen, que recen por todos, porque esto va a ser el acabose. Puede que sí. Nadie lo sabía en el momento y ahora es fácil ver el retrovisor, pero haz el ejercicio ubicándose hace tres años, cuando no teníamos ni idea del potencial destructor del bicho monstruoso que andaba suelto. De modo que, seguía diciendo yo en aquel momento: Muy probablemente tengamos razón de estar así de aterrorizados, pero es interesante nuestra forma de reaccionar frente al virus, porque es nuestro instinto de supervivencia el que nos dice que debemos ser cuidadosos, porque ya sabemos que las cosas malas pasan, y pasan mal, y pasan rapidito, sin verlas venir. Pero no sabemos a ciencia cierta cuáles son las mejores medidas. Las suponemos, les ponemos lógica, y las corroboramos con un raciocinio agudo propio de nuestra inteligencia, pero estamos llevados por nuestros instintos culturales. Por algo, que no entendemos bien, que nos dice que la cosa se va a poner fea. Como dije en el artículo uno de esta entrega, nos basamos en nuestra sapiencia cultural, pero consideramos poco la ciencia, lo técnico o lo práctico.

Mientras tanto, en ese momento, en Santa Monica beach y en Malibu, más de veinte mil personas se asoleaban y disfrutaban de la vida cuando el monstrico ya se había almorzado a más de quinientas personas en Estados Unidos y la tasa de contagiados iba aumentando de a nueve mil cada día. Al momento de escribir esto, ya aumenta de a veinte mil, y en una semana yo pronosticaba que aumentaría de a sesenta mil, lo cual estuvo más o menos acertado. En esos momentos, por ejemplo, la probabilidad que en Estados Unidos te contagiaras era de 1 en 3,150; bastante peor que en Colombia. Es evidente que la vida ha tratado distinto a esos monos ojiazules. A juzgar por su ida a la playa, no se imaginan que las cosas malas pueden pasar. Lo peorcito que les ha pasado fue lo de las torres gemelas, en las que murieron un poco más de 3,000 personas. En nuestro conflicto reciente han muerto más de 260,000. Pero entonces, ¿quién tenía la razón acerca de la forma como se debía enfrentar al virus? ¿Es más sabia nuestra intuitiva forma de ver el desastre, que la erudita ciencia y rechinante academia gringa?

He ahí los dos enfoques tan drásticos: el humanístico y el pragmático. El primero, es influenciado por la religión, es el de los latinos por naturaleza; el de los colombianos. Por eso estábamos aterrorizados en un encerramiento total cuando apenas iban unos sesenta u ochenta casos diarios. Es el enfoque de preservar la vida por encima de todo. Mientras, el segundo prioriza la economía, el progreso, y el futuro bienestar de la nación o el mundo. El primero piensa más en el presente, y el segundo un poco más en el futuro. En aquellos días, el primero parecía ganar ventaja para contener la escalada indiscriminada del virus porque estudios ya demostraban que un confinamiento total en las primeras etapas del virus lograba contenerlo y ofrecer un mejor escenario para luego mermarlo. Pero había que admitir que, aun cuando no exigir a la población un confinamiento total cuando tienes 20,000 casos diarios en el país parece a todas luces una brutalidad cataclísmica, tenía sentido la reflexión de Donald Trump (el Presidente del momento) cuándo afirmaba que “puede ser peor la medicina que la enfermedad”. Cuando estás contra la espada y la pared hay que escoger o la espada o la pared. No hay otra opción. Como dijeron en México: hay que escoger si nos morimos del virus o nos morimos de hambre. Entonces se llega a un punto en la guerra en que debes evaluar qué opción te traerá menos fatalidades y un mejor escenario de calidad de vida futura para la tropa que sobreviva. El enfoque humanístico podría decidir priorizar la vida, aunque el país se quiebre. El enfoque pragmático, el Trump Style, diría que los muertos son el mal preferible, y no que la economía se desmaye dejando a millones sin trabajo y en bancarrota; ofreciendo un panorama familiar difícil por varios años.

Y he ahí yo, en ese semáforo, viendo una representación metafórica de todo eso que reflexioné durante la pandemia; viendo a aquel mensajero de enfoque humanista veteado de cristianismo, y al resto de carros haciendo de Trump, indiferentes al mimo, resguardados por sus ventanas aplicando el pragmatismo norteamericano. Juzgar o decidir cuál es el enfoque correcto podría parecer estúpido e improcedente, pero seamos atrevidos y hagamos un somero ejercicio buscando pistas de certezas:

• El humanista es el menos solvente; el “pobre” para efectos del ejercicio. Tanto en el caso del motociclista en comparación con los carros, como en el caso de Colombia Vs. Estados Unidos.
• El pragmático es el rico.

• El humanista se siente bien por su acto. Ayudó al prójimo o evitó que gente muriera. Loable. Espera que se le devuelva, aunque no lo diga.
• El pragmático no se siente tan mal por no ayudar al mimo porque (muy probablemente) piensa que cada uno tiene que labrar su destino, y tampoco muy mal (en el caso de USA) por permitir que varios mueran porque se le está permitiendo a la mayoría cuidar su calidad de vida futura.

Es decir, el humanista sacrifica a la mayoría para salvar N número de vidas, y el segundo sacrifica N número de vidas para no sacrificar a la mayoría.

Cerré mi escrito hace tres años de la siguiente manera:

Llegamos entonces al punto álgido del asunto:
• ¿Cuántos muertos vamos a tolerar?
• ¿Cuántos desempleados y quebrados vamos a permitir?
• ¿Hasta dónde vamos a encerrarnos para evitar las muertes?
• ¿Hasta dónde vamos a llegar mientras se destruyen miles y miles de puestos de trabajo, con sus sabidas consecuencias psicológicas, emocionales y sociales.

Deberá llegar el punto, más temprano que tarde, en que tendremos que ser conscientes que mientras mueren muchos (sobre todo ancianos y pacientes con patologías pre-existentes), la economía tendrá que seguir andando, para que el daño colateral de la medicina no acabe matando al paciente. Cada uno deberá salir a producir muy pronto, y ser responsable de a quien infecta y a quien termina matando por no aplicar las medidas de distanciamiento social y lavado de manos. La decisión de infectarnos y de matar está literalmente en nuestras manos. Es una decisión. Pero de nuevo, el daño colateral puede ser igual o mucho peor, pero nunca menor. Es por todo esto, que, después de un mes (o mes y medio) de confinamiento absoluto y obligatorio impartido por el gobierno, las medidas deberían relajarse (sin eliminarse por completo), con el fin de vivir entre lo mejor de los dos mundos: el de la preservación del mayor número de vidas posibles (aunque sabiendo que habrán muertos), y el pragmático, el cual evitará que un número catastrófico de colombianos se hunda en las penurias de la quiebra.

Como sabemos, las medidas no se flexibilizaron al mes y medio, sino que duraron muchos meses más y el efecto nefasto ya es conocido: en Colombia derivó en una protesta (paro) magnánimo producto, en buena medida, de la destrucción económica, el deterioro financiero y el desespero por el confinamiento. Fue la ferocidad de ese paro el que por fin despabiló a la alcaldesa de Bogotá, llevándola a reconocer que se había equivocado al no darle a la economía la importancia que se merecía cuando tuvo que decidir el encierro.

¿Quién entonces tenía la razón? ¿Los humanistas o los pragmáticos? La respuesta será siempre relativa. Pero, al mismo tiempo, será siempre contundente.

Quiero que mires la relevancia de este entendimiento cultural. Es fundamental porque influencia nuestras decisiones diarias, nuestra vida personal, nuestras familias, empresas y el mismo Estado, como bien acabamos de ver. Tanto las pareidolias, que expliqué en el artículo previo, viendo a la virgen o a Jesucristo en la pared o en una arepa, como el creer que un paciente se salva por un milagro, o el que hayas decidido tomar Ivermectina porque te lo recomendó un familiar a pesar de que la ciencia afirmaba que no se había demostrado su eficacia contra el Covid-19… todo eso… ayuda a explicar lo que nos ocurre:

Quiero que mires la relevancia de este entendimiento cultural. Es fundamental porque influencia nuestras decisiones diarias, nuestra vida personal, nuestras familias, empresas y el mismo Estado, como bien acabamos de ver. Tanto las pareidolias, que expliqué en el artículo previo, viendo a la virgen o a Jesucristo en la pared o en una arepa, como el creer que un paciente se salva por un milagro, o el que hayas decidido tomar Ivermectina porque te lo recomendó un familiar a pesar de que la ciencia afirmaba que no se había demostrado su eficacia contra el Covid-19… todo eso… ayuda a explicar lo que nos ocurre:

Y en cuanto a esto último, y para rematar este artículo conectaré todo lo ya explicado con los negocios, afirmando sin ninguna duda que el sopesar la influencia de la cultura ya es algo trillado, pero pobremente aplicado: todos los gerentes saben de la importancia de la comprensión antropológica, pero muy pocos lo aplican y lo aplican bien. Porque no es fácil, es cierto. Pero también porque suelen pensar sólo en números y en beneficios funcionales, haciendo que les cueste basar o incluso sazonar su estrategia con ese ingrediente tan determinante.

Doy aquí tres ejemplos destacados que están relacionados con todo esto y han influenciado o determinado la estrategia de productos/marcas:

1. Una marca de una mezcla de arroz para preparar platos comprendió que el comprador no seguía las instrucciones de las recetas y por eso decía que el producto era feo, desagradable. La razón es porque al colombiano no le gusta seguir instrucciones, no le gusta leer. Tiene que ver con nuestro perfil menos analítico y más humanista; nuestra aversión a lo muy “técnico”. Preferimos la “palabra oída”, la historia, lo sensorial. ¿La solución? ¡Didáctica, libertad de expresión/creación e inspiración!

2. Un producto de pasta instantánea no lograba comprender por qué no vendía lo que esperaba si ofrecían una practicidad sin igual: poder almorzar relativamente bien balanceado (tenía hasta proteína) preparándola en pocos minutos. Uno de los grandes hallazgos es que la gran mayoría de colombianos prefiere comer el “amor” de su esposa o madre (o lo que se parezca a esa preparación) el cual es transmitido por medio de la comida, debido a que es con sus manos “y su corazón” que la prepararan especialmente para su familia. Muy diferente a ingerir un alimento “vacío” que, aunque muy práctico, carece del gran beneficio emocional mencionado (entre otros). En Estados Unidos e incluso en México, el producto es ganador, pero aquí no. Aquí la practicidad no es tan valorada; somos más sensoriales y “humanos”.

3. Una marca de café entendió que parte del éxito de su producto residía en que su logo evocaba ligeramente a la imagen de la virgen y, por tanto, su estrategia debía apalancarse en ello por medio de elementos que evocaran fe. La fe de que tomando café podías pensar mejor, ser mejor y sentirte mejor. Casi una devoción cafetera. El pensar mejor, ser mejor, sentirte mejor, en realidad son deseos profundos inconscientes genuinos y potentísimos que provee el café, pero que apalancado con la temática religiosa les multiplica el impacto.