HAZ DE TU MARCA UN SALVAVIDAS Y RELÁJATE A ESCUCHAR LA MELODÍA DE TU CAJA REGISTRADORA

Esa noche Eva no podía creer que hubiera reaccionado de esa manera. Abatida en su cama, a esa hora era alumbrada sólo por la oscuridad de un ocaso que no hacía más que recordarle el oscuro día que tuvo. “¿Qué me pasó?”

No sabe. Sólo sabe que no se controló lo suficiente; que se sintió agobiada en la oficina, como todos estos días, pero hoy los límites se estiraron hasta rajarse. La cabeza le daba vueltas mientras trataba de hacer equilibrio con una tonelada de pendientes que sostenía con una mano… y ¿su jefe la enfrenta de esa manera?

Lo recuerda y una sensación burlona le refresca haciéndole sentir que hizo bien, pero otra, la ponderada, le secretea que no, que ni lo piense; “¡hiciste mal!”. Ella sabe que ha estado antes en esas situaciones de estrés y generalmente se controla bien. Pero ¿y entonces? “¿Qué me pasó hoy?”

Resignada con que al día siguiente encontraría sobre su escritorio la carta que la despediría para siempre, ella misma se arropó caliente con sus sábanas de confusión, y cayó profunda. Cuando volvió en sí y abrió los ojos, ya el cielo sangraba luz. Pensó en ese instante que posiblemente ayer estuvo más cansada de lo normal. Y sí, era cierto. “Ayer no dormí del todo bien. Pudo ser eso”.

Fue a la cocina, vio la cafetera limpia, y recordó que ayer no pudo tomar su café porque el frenesí por salir y llegar a tiempo a una reunión pudo más; tuvo más fuerza. Así que con las ilusiones bien hinchadas sacó su bolsa de molido, se preparó el café de todas las mañanas, y mirando al infinito que le proporcionaba la baldosa que tenía enfrente, a medio metro, no pudo sino ver la carta de despedida que le esperaba sobre la madera trajinada de su escritorio. Era oscura, negra, ajada, y sangraba con palabras apuñaleadas.

Pero sintió el vapor del café. Su nariz primero, luego su cara, acariciándosela como una mano a gamuza. Lo disfrutó a ojos cerrados, como si fueran las suaves yemas de su amado, y sintió paz, y luz, a pesar del puñal que chorreaba a tiro de reojo con las letras ensartadas.

Volvió en sí. Debía avanzar, debía llegar pronto a la oficina, aunque fuera lo último que ansiara. Medio temblorosa, se llevó́ la taza caminando con las dos manos, como aferrada a un salvavidas, mientras su cara era lamida por aquellos pétalos humeante que retoñaban entre sus manos. Y llegó al pequeño balcón de su casa caminando lento, confiada, con bagaje, con tanta providencia que parecía que ya en medio de la caminata lo estuviera saboreando y reflexionando. Y así era. Desde que Eva tomaba la taza y empezaba a ser acariciada por la bebida, se desataba una especie de trance mañanero, de rito espiritual; a decir verdad, sin que se enterara mucho de él. Pero ese día lo sentía más; sentía más cosas. Seguro que era por lo que estaba pasando, así que cuando se sentó fue irrecusable que había ya traspasado la frontera hacia la otra dimensión.

Una dimensión que se disparaba con cada inhalada, con cada sorbo caliente de aquel café, haciéndole salir color por los ojos. Porque todo lo empezaba a ver amable. Lo lindo le ganaba a lo feo y la tranquilidad empezaba a sobarle el estómago.

Sentada en medio de aquel balconzuelo que actuaba como vehículo definitivo al más allá, Eva se convertía en el aclamado pasajero de ese delicioso rito diario. Con una calma absorta, miraba el café, alzaba la taza siempre con los mismos dedos, y mientras veía a lo lejos un voluptuoso Sangregado siendo cortejado por un gorrión de alas niqueladas, aspiraba la bebida. Y tomaba… y poco a poco su mente se orquestaba para que toda ella saliera volando con lentitud y decisión hacia el pequeño parque de enfrente, y volara alto tocando las nubes para luego bañarse con el sol mañanero untándoselo a borbotones. Era su sol, su parque, sus árboles, su gorrión. Era la autora de aquella dimensión conocida para ella, pero de la cual no era muy consciente.

Ahí podía durar veinte minutos o más, cada día, levitando en medio del parque mientras recargaba fuerzas y alineaba sus pensamientos con la energía del sol de la mañana, absorbiendo el verde de los árboles, el naranja del cielo, la felicidad de cada estrofa interpretada por un pájaro cualquiera. Y con toda esa impregnación, la paz y la sensación de control la llenaban íntegra. Completamente. Hasta que quedaba lista para salir a batallar y dar su mejor versión al mundo. A ella. Y sí, a su jefe.

Y fue en ese instante que lo entendió todo. “Eso fue. Eso fue. Claro. ¡Eso fue!”

Y miró al café. Y le sonrió. Y le prometió, que nunca más se alejaría de él en la mañana, porque sabía que era su salvavidas para el resto del día.

LAS MARCAS COMO SALVAVIDAS

El psicólogo evolucionista Geoffrey Miller piensa que el consumismo tiene relación con el narcisismo. Dice que nuestro ego o autoestima está inconscientemente ligados a muchas de las marcas que compramos, de modo que, entre más compremos, más alimentamos esa sed de autoestima.

Pero en realidad, las marcas no sólo están siendo usadas para engordar nuestro ego hasta niveles mórbidos, lo cual obviamente es insano, sino que también las aprovechamos como salvavidas en los cada vez más comunes naufragios emocionales que vivimos en esta sociedad. Ese es el lado positivo. De hecho, este es el Súper Poder que toda marca y producto debería desplegar. No sólo es una obligación social, sino que es la forma más poderosa de vender.

El salvavidas ayuda a algo muy concreto: que no nos ahoguemos. Pero en el fondo, el salvavidas que buscamos en las marcas es diferente; es especial. Más profundo que una necesidad momentánea y funcional concreta. Más profundo que la mera función de no irnos al fondo. De manera que son las marcas que ofrecen este tipo de salvavidas son las que logran que la gente lo mantenga puesto por mucho más tiempo; que se case con esa marca, con ese salvavidas. Porque le hace sentir bien, porque le consciente, le mima, le hace mejor, le da fuerzas, le da optimismo, felicidad, esperanzas… o simplemente porque les hace compañía.

Piensa en tu marca como un salvavidas y, para que lo sea realmente, te recomiendo tres acciones:

1. ¿De qué necesita ser rescatado tu cliente?

Mira cómo usa tu producto o servicio. Estúdialo a fondo; sin que se dé cuenta y después conversas con él.

¿Cuándo lo usa?
¿Con quién?
¿Qué está evitando con su uso?
¿Qué está obteniendo con su uso?
¿Qué parece esperar de su uso?

Tip Fundamental:

No mires lo obvio, hay que mirar los detalles, los pequeños actos, como los de Eva, que ni ella estaba muy consciente de todo lo que le hacía y le proporcionaba el café.

2. Diseña o mejora tu producto entorno a eso que descubras.

¿Cómo puedes mejorar o variar tu producto para ayudar a que tu cliente evite aún mejor eso que busca evitar?

¿O qué le puedes añadir para que obtenga más de lo que busca obtener con su uso?
¿O puedes modificarlo dependiendo de cuándo lo usa? ¡Claro que sí!… porque muy probablemente evita o busca obtener cosas /beneficios distintos dependiendo de la ocasión de consumo.

Por ejemplo:

¿Qué podría hacer la marca de café de Eva para que no se le olvide tomarlo en las mañanas, aunque esté de afán?

¿Qué podría hacer para maximizar, incluso más, el efecto de su ritual?

3. Comunícalo. Primero entre tus clientes.

Luego al mundo entero.

Pero Aquí Un Súper Tip:

Comunícalo de manera metafórica, no directa, porque el cerebro comprende mejor las metáforas y reacciona con prevención a la información tan directa y “vendedora”. Lo metafórico es para el cerebro lo que un anzuelo con carnada es para un pez.

Sé que no son tan fáciles como parecen, pero son esos tres pasos. “Simple”. Síguelos con rigurosidad y podrás relajarte a escuchar la hermosa melodía de tu caja registradora en todo su esplendor.

Si tienes más preguntas o quieres conocer más… ¡sígueme en Linkedin y escríbeme a gerardo@criterium.com.co!

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¡Hasta la próxima!