EL SÍNDROME DEL CELADOR Y EL SERVICIO AL CLIENTE

Era agosto de 1971, es decir, hace 51 años, cuando Philip Zimbardo pensó en algo que le podría resolver algunas incógnitas de nuestra psicología. El profesor Zimbardo, de la Universidad de Stanford, quería medir los efectos que el juego de roles y las expectativas sociales tienen en el comportamiento, así que pensó en un experimento que duraría dos semanas. Inició lanzando una publicidad que pedía voluntarios para un “estudio psicológico de la vida en prisión”. De setenta que se interesaron, reclutó a veinticuatro, los cuales fueron declarados física y mentalmente saludables de acuerdo a pruebas realizadas. Los voluntarios recibieron una paga diaria de 15 dólares y fueron divididos en dos grupos aleatoriamente: el de los guardias y el de los prisioneros.

Probablemente ya conoces el experimento y lo que reveló, pero resultó ser un punto de partida fundamental para comprender al ser humano cuando se le otorga poder. A los participantes que habían sido seleccionados para desempeñar el papel de prisioneros se les dijo simplemente que esperasen en sus casas a que se los “visitase” el día que empezase el experimento. Sin previo aviso fueron “imputados” por robo a mano armada y arrestados por policías reales del departamento de Palo Alto, que cooperaron en esta parte del experimento.

Los prisioneros fueron entregados a la prisión experimental que se ubicaba en un sótano de uno de los edificios de la universidad y, premeditadamente, fueron sometidos a la opresión real que se observa en una prisión con el fin de simular un escenario auténtico. A pesar de que sí se les incentivó a que mostraran su poder natural, a los guardias se les prohibió el abuso físico de los prisioneros y se les entregaron gafas oscuras con lentes de espejo para evitar el contacto visual directo. Zimbardo quería que ese escenario realista germinara rápido, por lo que cada prisionero debía vestirse con su uniforme característico y llevar cadenas atadas a los tobillos. Los guardias también llevaban uniformes de corte militar e incluso llevaban porras o bolillos. Todos estaban siendo monitoreados y grabados.

¿Qué Pasó?

  • Al segundo día, los prisioneros estallaron en rebelión. 

  • Los guardias concibieron un sistema de recompensa y castigo para poder manejar a los prisioneros. Incluso, para disolver la revuelta, atacaron a los prisioneros con extintores sin la supervisión directa del equipo investigador.

  • Al cuarto día, tres prisioneros estaban tan traumatizados que tuvieron que ser liberados.

  • Durante el transcurso del experimento, varios guardias fueron tiránicos y crueles. Por ejemplo, impusieron castigos que incluían ejercicios forzados.

  • A medida que el experimento evolucionó, muchos de los guardias incrementaron su sadismo, particularmente por la noche, cuando pensaban que las cámaras estaban apagadas. Los investigadores vieron a aproximadamente un tercio de los guardias mostrando tendencias sádicas “genuinas”. Muchos de los guardias se enfadaron cuando el experimento fue cancelado.

  • Muchos prisioneros cayeron en depresión y desorientación; mostraban desórdenes emocionales agudos.

  • Zimbardo decidió cancelar el experimento a los seis días (planeaba que durara catorce) cuando una visitante externa presenció todo aquello y quedó en shock.

  • Más tarde, los prisioneros dirían que los guardias habían sido elegidos por tener la complexión física más robusta, pero en realidad se les asignó el papel mediante el lanzamiento de una moneda y no había diferencias objetivas de estatura o complexión entre los dos grupos.

Desde entonces ha habido críticas al experimento, el cual sin duda desobedeció a la esterilidad científica que se espera para obtener la máxima objetividad. Habría podido hacerse mejor, cuidando detalles que le añadieran subjetividad, sin duda. A pesar de ello, es imposible desconocer que deja al descubierto cómo los humanos nos comportamos cuando tenemos el poder empuñado. Es más, han seguido apareciendo experimentos que lo prueban. Muchos más. Por ejemplo, se ha comprobado que las personas en posición de poder se ponen menos en los zapatos del otro y prestan menos atención a sus emociones (tienen menos empatía). Esto demuestra que se reduce la capacidad de ver perspectivas diferentes. Pero no sólo eso, también se ha concluido que el poder lleva a que las personas usen más estereotipos e incrementen la probabilidad de ver a los demás como “objetos”. Aparte de eso, investigaciones han demostrado que el poder nos hace sentir más “únicos” y “diferentes” al resto, lo cual ocurre con hombres y mujeres, pero sorprendentemente, esto hace que los hombres reduzcan su sentido de conectar con los demás mientras que en las mujeres aumenta. 

Y ni hablar de los estudios de poder debido al dinero, los cuales demuestran a leguas cómo los que tienen más platino en los bolsillos terminan siendo más déspotas o abusadores; al menos, menos amables. Pero ese es saco de otro costal. Vayamos al grano; hablemos del guardia, celador o portero, según como le digan en tu país. Como creo que ha quedado claro, el síndrome del celador es innegable y, desconocerlo por honrar la profesión o el oficio, sería romántico. Claro que es un oficio genuino, respetable y necesario, no faltaba más, pero es obvio que los humanos vemos transformada nuestra actitud y psicología por el mero hecho de asumir un rol, o incluso por cargar una porra, una pistola y un uniforme. No hay duda. Y es por ello que por ahí hay chistes o comentarios en los que se dice que “el celador se cree el dueño del edificio”, y es justamente porque muchos tienen una actitud agria, autoritaria o poco amable. No son todos, y seguro no es la mayoría. Pero muchos son presa de los efectos tóxicos del poder. 

Bueno pero ¿y eso qué tiene que ver con el servicio al cliente? Pues mucho y obvio que ya sabes para dónde voy. Aunque la señorita o señorito que atiende en el banco, en la empresa de telecomunicaciones o en la de servicios públicos, no esté uniformada con galones, quepis y lleve una Colt 45 encima, es evidente que psicológicamente sí se encuentra en una situación de poder frente al cliente (muchas veces) desvalido que llega a pedir ayuda. En esa situación de socorro, queda implícito el poderío de quien sí tiene el conocimiento, haciendo que pase a dominar esa interacción humana, lo que a su vez detona de forma natural la indetenible sensación de poder inconsciente y, con ella, los efectos que ya hemos visto en este papel. Parece obvio que no serán tan vehementes como los que puede invocar un militar o el mismo celador, pero queda palpable el ligero gozo que puede sufrir el alma cuando esta se encuentra en una posición de autoridad frente a otra que llega a pedir ayuda. Es sencillo: tiene la posibilidad de aprovecharse y sacar ventaja; funcionalmente o psicológicamente. He ahí una de las grandes y más profundas causas del mal servicio al cliente, y la llamamos el Síndrome del Celador. Está en nuestra naturaleza y por naturaleza siempre es difícil doblegarlo.

Se agrava la situación cuando el empleado tiene una personalidad con deseos reprimidos de poder o autoridad porque se aprovecha con mayor fiereza y acidez del cliente sumiso que llega ignorante de las políticas de la empresa y las leyes que le cobijan; lo cual es más común de lo que se cree porque nadie lee las políticas y condiciones, y una minoría es abogado. Aunque esos empleados de atención al cliente definitivamente no son deseables, aparecen más de lo que se desearía, razón por la cual en muchos países corre la creencia popular de que ‘si no es armando un tierrero no lo atienden a uno’. Por eso es que, cuando está frente al cliente, no hay mejor refugio para el empleado mediocre, que las políticas de la compañía.

Ante esta traba evolutiva que hemos desarrollado, no resta sino transformar la forma como esos seres humanos del servicio ven al cliente para que, en vez de percibirlo como una presa para su ego, lo vean como la razón de ser de su bienestar. Como la razón de ser de su progreso, de su calidad de vida. Más allá de eso, para que lo vean como la razón de ser de su propósito de vida: el hacer felicidad, el construir sonrisas, o el elaborar sueños. Es ese propósito máximo y noble el único que será capaz de dejar al Síndrome del Celador sin porra, pistola y quepis.